“Odio a los niños, son muy
molestos”, era la respuesta que repetía una y otra vez desde que cumplí los 17
años. ¿Y qué otra cosa se me hubiera ocurrido decir? Siempre era sincero con mi
respuesta. Los niños siempre me parecieron desesperantes, egocéntricos,
aburridos, entre otros. ¿Por qué? Sobrinos de familiares lejanos que nos
visitaban, bebés que no hacen más que llorar, babear, y otras cosas… eran la
referencia más confiable y la confirmación de mi tan repetida respuesta.
Sin embargo, mi mente veintiunañera
(en ese momento) cambio de parecer con la llegada del primer sobrino muy
cercano de mi familia: el hijo de mi hermana mayor. Ese pequeño ser nacido a
los muy pocos días de mi cumpleaños se convirtió en una pequeña vocecita que me
repite una y otra vez “los niños no somos tan malos”.
Pasaron algunos meses de visitarlo
a casa de mi hermana, de ver a aquel pequeño ser sonreír y balbucear intentos
de palabras. Aquella sensación al estar cerca de él se ha convertido en algo
muy difícil de describir, y borra poco a poco el rechazo que tenía a los niños.
Ahora, por motivos de fuerza mayor,
mi sobrino se tuvo que quedar por unos días en mi hogar. Y es ahí donde empieza
mi verdadera reflexión sobre el tema.
Uno de esos días, debido a que ni
su madre ni mis padres se encuentran en casa, el resto de la familia se tuvo
que encargar del cuidado del pequeño. Durante este tiempo, el papel de cargarlo
y hacerlo jugar cayó en mis extremadamente inexpertas manos. Como era de
esperarse, no logré distraerlo mucho y requerí de la ayuda de otros miembros
para mantener al bebé tranquilo. Intente darle de comer (biberón, obviamente),
pero me rechazo en cada intento. ¿Será que no sé cómo darle? Quizá.
Luego de dos horas, se entró en
estado de emergencia en mi hogar. ¿Por qué? Mi sobrino no se dormía. ¿Qué pasó?
Parece que quiere a su madre para hacerlo. ¿Problema? Sí, su madre no está.
¿Qué hacer? ¡¡Ni la más mínima idea!!
Durante lo que ha parecido una
eternidad, el sonido clásico de televisores fue reemplazado por el llanto del
bebé. Ni el biberón ni los juguetes lograban calmarlo. El pequeño pedía a
gritos a su madre, pero ella no ha vuelto. De brazos en brazos ha pasado, y
mecidas y mecidas se le han dado. Finalmente, el pequeño cayó rendido. ¿Habrá
sido los movimientos? ¿Se habrá rendido al agotamiento por el llanto? No lo sé.
Toda esta experiencia me ha
enseñado tres cosas:
1. No estoy preparado para cuidar a
un niño: son difíciles de calmar, hay que vigilar que coman cuando deben, hay
que cambiarlos, limpiarlos, jugar con ellos, y pagar estudios algún día. Es mucho trabajo.
2. Quisiera ser padre: Si bien es
difícil cuidarlos, la recompensa de verlos dormir tan plácidamente en su cuna
es suficiente. Las sonrisas y miradas inocentes que te dan son el extra que te
hace quererlos más mientras son tan pequeños.
3. Quiero dejar una persona de bien, que me sorprenda con sus logros, dudas, miedos y alegrías. Tendría una razón más por la cual nunca rendirme y siempre avanzar.
3. Quiero dejar una persona de bien, que me sorprenda con sus logros, dudas, miedos y alegrías. Tendría una razón más por la cual nunca rendirme y siempre avanzar.
¡¡QUIERO
SER PADRE!!!... algún día... creo...
La hija de mi hermana tiene casi unos 3 años, nació dos días después de mi cumpleaños y pues cambia la percepción de lo que uno pretende en la vida. Es una engreída porque sus tíos nos desvivimos por ella, pero entiendo a mi hermana y a mi cuñado cuando se desesperan y es que mi sobrina es terrible...
ResponderEliminar